30 de abril de 2008

"La he 'matao'... ahora estás callada, te quiero mucho"

"Nunca se habrán visto tantos crímenes, cuya extravagancia gratuita sólo se explica por nuestra impotencia para poseer la vida" 
A.Artaud.

Un día te levantas y ante la imposibilidad de poder hablar, decides callarte. Frunces el ceño, desvías la mirada hacia las esquinas y el ardor de tus entrañas degotea por tus ojos como espuma sulfúrica. Todo intento de conversación termina antes de empezar. Tus poros rezuman asco y odio. El odio te alienta a seguir vivo, se percibe en tu sudor. Hay quien tiene el olfato atrofiado y no percibe tu malestar, entonces te increpa: "¿Por qué no limpias los platos? ¿Tengo que estar todo el día detrás tuyo como una esclava? ¿Por qué no tienes un poco más de consideración? ¿Por qué no trabajas? Eres un vago, sólo sales del clínico y vuelves a entrar. No tienes ganas de curarte y yo tengo que seguir aguantándote. ¡Tómate las pastillas! Estás arruinando mi vida y me estás quitando la salud". 
En ese momento tu sangre se enciende como un pozo de petróleo, violento y desbocado. Es en ese instante, en un pestañeo, en un cambio de plano, en el tiempo que coges un cuchillo; decapitas a tu madre. Le cercenas la cabeza como quien arranca las alas de una mariposa, el crujir de las vértebras suena a sinfonía liberadora. Y ahí estás, de pie, con la mano ensangrentada agarrando por los pelos lo que queda de tu madre. Y  le dices: "Te quiero mucho" y la besas como nunca lo habías hecho antes. "¿Te apetece dar un paseo?".
Sales a la calle con la cabeza de tu madre envuelta en un paño, para que no le entre frío, y charlas tranquilamente. "Mira mamá, tengo que tomar mucha medicación y a veces se me olvida. ¿Has visto que bonitas están las buganvilias? Adoro que te preocupes por mí, pero no me chilles, porque entonces me voy a enfadar. Y ya sabes lo que pasa cuando me enfado." 

Me resulta desagradable charlar tranquilamente. Siempre hemos hablado chillando, luchando por pisarnos y dominarnos. Mamá, echo de menos tus berridos. Me gustaba como nos queríamos: gritos, golpes, peleas, tus colmillos envenenados clavándose en mi corazón, la forma en que me manipulabas para conseguir engañarme, esos reproches acompañados de tus bofetadas y mis escupitajos. Inmersos en un espiral de lucha por dominarnos el uno al otro, siempre alerta, siempre en lucha. Creando nuevas vías para expresar nuestro amor. Al final he conseguido dominarte, pero el precio ha sido caro. Sólo me queda tu cabeza, un trofeo, como un torero con su oreja, y no me respondes. Me aburro, estoy triste y me siento vacío. No encuentro nada que pueda suplir tu ausencia. Ni atizar a los viejos, a los niños, a los lisiados. Nada tiene el mismo sabor que nuestras discusiones. Olvidé que la cabeza de una madre no se puede volver a juntar, como si fuera una muñeca. Sería maravilloso poderte pegar otra vez a tu cuerpo, pero creo que el celo no me va a servir esta vez. 

23 de abril de 2008

Esto que sigue no es un blog



Parafraseando al pintor Magritte, y sin pretender llegar a su lucidez, inauguro este espacio para la verborrea y la imaginación. Lanzo un primer aviso a navegantes. Esto no es un blog, esto no es un discurso coherente, esto no es terapia, esto no es verdad, tampoco mentira, esto no es un espacio de encuentro, esto no es un fractal, esto no es humor, esto no es tragedia, esto no es un nihilismo, esto no es creencia, esto no es sarcasmo, esto no es esperanza, esto no es odio, esto no es amor, esto no pretende ir más allá de aquí, esto no trasciende, esto no es sexo, aunque pueda aparecer, esto no es reflejo de ninguna personalidad enferma, aunque haya enfermedad. Esto no es más que lenguaje, palabra, en la era de la imagen. Un espejismo del adentro, de un adentro que puede ser múltiple pero nunca afuera, porqué el afuera está allí y cuando se nombra desaparece, como el silencio. 

Comemos en silencio nuestra existencia porque el lenguaje no llega a reflejar nuestra experiencia. Se atragantan las palabras en nuestra garganta porque no fundan, no arden como lo hacen nuestros órganos, no tiemblan como nuestros músculos, no llegan a nuestros gritos, no se pudren como nuestros cuerpos, no brillan como lo hacen nuestros ojos, ni mojan como lo hacen nuestras lágrimas por mucho que gimoteemos, gimamos, goteemos, sollocemos, plañamos o rezumemos. 

Yo declaro mi disfagia existencial, mi absoluta incapacidad para tragar con la vida y todo lo que acarrea. Al mismo tiempo me declaro gourmet bulímico de las mujeres, los vinos, los libros, los trenes, los mares, los ríos, las montañas, las ciudades, los coches, los llantos, las angustias, las risas y carcajadas, las madres y los padres, los padres de las madres y las madres de los padres, las frutas, la música, las discusiones, los cariños, los besos, las muertes, las guerras, las injusticias, el dinero, los automatismos, las películas... Y tantas otras cosas que, como siempre, quedarán por nombrarse. Ante tal paradoja no me queda más que citar al bueno de Ludwig (Wittgenstein): ' De lo que no se puede hablar hay que callar'.
Bienvenidos a mi Disfagia existencial.